“¡No te acerques a la estufa!” fueron las palabras de mi madre. Apenas escuché su advertencia, corrí hacia la estufa y presioné mi brazo derecho contra el vidrio caliente de la puerta del horno. Gritando en agonía, e incapaz de removerme del peligro, fue que entendí por qué mi madre me había tan vehementemente prohibido acercarme a la estufa. Tenía cuatro años y la curiosidad me había vencido.
Poniendo todo a un lado, ella corrió a mi rescate, limpió mi quemadura, y con ternura vendó mi herida. Sudada, temblando, y con lágrimas saladas corriendo por mis mejillas, esperé mi regaño.
Pero el reclamo nunca sucedió. En vez de eso, ella me atendió en silencio; su rostro plasmado de preocupación y decepción.
Y eso me dolió más de lo que mil quemaduras podrían doler.
Porque en ese momento, me di cuenta de que no solo le había desobedecido, también había desconfiado de ella.
Más que una lista de restricciones, los diez mandamientos están diseñados para ser una salvaguardia. ¿Una salvaguardia de qué? Una salvaguardia de las devastadoras consecuencias del pecado.
¿No hubiera sido más fácil confiar en las instrucciones de mi madre y ahorrarme el dolor? Claro que lo hubiera sido.
Cuando nuestro Padre Celestial nos pide que nos mantengamos lejos de la estufa, no es porque Él quiere privarnos de algo bueno, sino porque quiere ahorrarnos el dolor.
La verdadera obediencia es un asunto de confianza, la confianza un asunto de amor. Tú puedes “obedecer” sin confiar, pero no puedes confiar sin obedecer. El amor y la obediencia van de la mano. Es así de simple.
“ Si me amáis, guardad mis mandamientos”
Aunque se ha borrado un tanto con el pasar de los años, aún en mi brazo tengo una cicatriz. En mi piel está plasmado un recordatorio constante de la lección en obediencia que aprendí ese día. Sin importar cuánto nuestro Padre Celestial nos ama, las consecuencias siempre serán un producto de la desobediencia.
Es importante recordar, sin embargo, que, a pesar de las consecuencias, Dios sigue ahí para ti. Una cicatriz no puede y jamás podrá hacerte menos precioso a Sus ojos.
Sin importar cuantas veces has permitido que la curiosidad te venza, o simplemente decidido rebelarte en contra de Dios, Él sigue dispuesto a limpiar cuidadosamente tu quemadura y tiernamente vendar tu herida.
Dios te amó tanto a ti y a mi que nos confió el regalo del libre albedrío. Él pudo haber creado robots que obedecieran a la perfección, pero un robot jamás habría sido capaz de obedecer por amor. Dios te ama tanto, que cada cicatriz que hay en su cuerpo lleva tu nombre.
¿Elijarás obedecerle por amor hoy?
También puede interesarte: