Ya no quedaba esperanza alguna. El último rayo dorado de sol se desvanecía en el horizonte, y la belleza de un clásico crepúsculo tejano reemplazaba la ajetreada jornada de un caluroso día de verano. Mientras caminaba hacia la intersección más cercana, la alegre canción de las cigarras ahogaba el sonido de mis pasos. En muchas ocasiones, esto habría sido el final perfecto para un arduo día de trabajo. Sin embargo, ese día cada detalle era un recordatorio de que mi tiempo se había agotado y mis oraciones no habían sido contestadas. Me sentía sola, desesperada y derrotada.
Todavía no podía entender por qué mis bolsillos estaban vacíos después de trabajar nueve horas seguidas. Como estudiante universitaria, estaba vendiendo libros para obtener una beca, y eso nunca me había pasado. Noté una casa más al acercarme a la intersección, donde debía llamar a mi transporte para que me recogiera. Fue entonces cuando tuve uno de los debates más intensos que he tenido con Dios.
Las opciones eran ignorar la casa y dar por terminado el día o intentarlo una vez más. Quería sentir esperanza nuevamente. Deseaba pensar que sucedería lo mejor. Sin embargo, objetivamente hablando, dejar el juego completo de libros en esa casa no sería suficiente. Solo me daría una quinta parte de lo que necesitaba para el día. Además, enfrentar otra mala experiencia era un riesgo considerable para mis emociones inestables.
Discutiendo con Dios
Así que discutí con Dios e incluso me atreví a reclamar la promesa de Malaquías 3:10. Por mucho que deseaba llamar para que me recogieran y sentarme a descansar, algo seguía diciéndome que tocara esa última puerta. “¡Pero ya está demasiado oscuro!” “¡Están preparándose para cenar!” “¡Ni siquiera hará tanta diferencia!”” “¡Ya no tengo esperanza!” “Dios, lo he intentado todo el día y nada; ¡estoy agotada!”
Fue entonces cuando me di cuenta de que empezaba a sonar como Pedro, el discípulo, y acepté que esa sensación insistente de ir a esa casa no desaparecería. Así que me levanté, crucé la calle y toqué la puerta.
Dando un salto de fe
La madre de la casa respondió a la puerta. Después de escuchar parte de mi discurso, me invitó a la sala y llamó a su esposo. Ella fue a la cocina a terminar de preparar la cena. Estaba a mitad de mi discurso con el padre de la casa cuando él le pidió a su esposa que dejara lo que estaba haciendo para que se sentara en la sala junto con con él y los niños.
Terminé mi discurso, ellos me escucharon atentamente. Después de preguntar detalles específicos sobre mi universidad, ciudad y carrera, el padre se levantó sin explicación. Regresó un par de minutos después y dijo: “Mira, esto es lo que vamos a hacer…”
Continuará…
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